Estos días atrás hablaba con la editora de mi libro “Viaje a Términus” (cuya salida a imprenta acumula un notable retraso, como consecuencia de la crisis del Covid-19), y me decía que el tema de la despoblación estaría de nuevo en el candelero, ya que las zonas rurales iban a ser una de las soluciones para cuestiones como la actual crisis sanitaria. De hecho, a raíz del confinamiento y de las dificultades para hacer una vida normal en las ciudades, hay personas que se están haciendo este tipo de preguntas: ¿Nos volvemos al pueblo? ¿Podemos vivir en la casa familiar, o hacerle algunos arreglos para vivir todo el año y, tal vez, teletrabajar desde allí? ¿Podemos plantearnos que nuestros hijos vayan a un pequeño colegio unitario, con un pequeño grupo de compañeros, en lugar de tener que preocuparnos por una vuelta al cole masificada y compleja, donde todo el entorno -padres, profesores, compañeros…- está bajo sospecha de contagio o contagiador…?
Otros, que no tienen pueblo, están buscando posibilidades para disfrutar de lo que ahora aparece como virtudes de las zonas rurales: aislamiento, tranquilidad, escaso contacto social…Algunos quieren ver en ello una vía para la revitalización de las zonas rurales, un aldabonazo sobre el fin de nuestra civilización urbana; algo, tal vez, parecido al proceso de ruralización que se dio en los inicios de la Edad Media, con el declive del Imperio Romano y de sus ciudades.
Es cierto que las zonas rurales han demostrado en esta pandemia, especialmente en los momentos más duros del confinamiento, una resiliencia y una capacidad de adaptación mucho mayores que las ciudades. Es cierto que pudieron seguir trabajando y seguir proveyendo de alimentos a las ciudades. También es verdad que, al hilo de esta inquietud ruralizadora, está habiendo movimientos especulativos de vivienda, que por otra parte ya existían antes, por motivos más lúdicos si se quiere. La cuestión que nos podemos plantear es: ¿se trata simplemente de un movimiento reactivo, consecuencia únicamente de la crisis sanitaria, y que se desinflará tan pronto se normalice la situación, o, por el contrario, se trata de un movimiento estructural, dado que las ciudades han alcanzado un límite de habitabilidad -física, sanitaria, laboral, social…- y es preciso buscar nuevas formas de vida y por tanto de poblamiento…? Incluso, yendo un poco más allá, ¿podemos estar confundiendo la realidad y el deseo, ya que queremos ver nuestras zonas rurales revitalizadas, y cualquier circunstancia, aunque pueda ser terrible -como el caso que nos ocupa-, nos abre un hilo de esperanza…?
Algunos parecen querer darle un carácter más estructural; por ejemplo, la Comisión Europea ha abierto una consulta pública para aprovechar este aparente “boom”. Sin embargo, a su vez no debemos olvidar que las políticas de desarrollo rural han sido unas de las grandes damnificadas del acuerdo de los Fondos de recuperación post-Covid. Resulta, por tanto, paradójico, que, por un lado, se quiera revalorizar dichos territorios, y por otro, se reduzcan los fondos para los mismos.
Como decimos, la imagen del medio rural se ha revalorizado con la pandemia, y eso no es poco. Por otra parte, la pandemia ha roto el tabú del teletrabajo y el mito del presentismo, lo cual facilita poder trabajar desde muchos lugares y abre oportunidades sobre las que hasta hace poco solo se hablaba en los círculos profesionales del desarrollo rural. También se ha comprobado que, muchas veces no hace falta una super-conexión para mantener una cierta tele-actividad, por lo cual, no es imprescindible (aunque sí conveniente), disponer de unas buenas redes. Es más, este es uno de los ámbitos que ha de ser prioritario a la hora de usar el mencionado Fondo de recuperación: el reequilibrio territorial de España a través de las infoestructuras.
De esta manera, no es tanto que surjan nuevas oportunidades de empleo en el medio rural, sino que una parte (pequeña) de los empleos del medio urbano son susceptibles de realizarse desde el pueblo. Eso puede favorecer un círculo virtuoso, ya que el aumento de trabajadores (la llamada “función básica” de una localidad[1]) permite el desarrollo de una dotación de servicios alrededor (educativos, sanitarios, comerciales, etc…).
Ahora bien, veamos que no hablamos de crear ex-novo empleos en el medio rural, sino más bien de trasladar puestos de trabajo existentes en las ciudades, una suerte de “deslocalización” digital. Y como todas las deslocalizaciones, sujeta al albur de muchas decisiones empresariales. Es posible (también me lo apuntan algunos amigos) que, tan pronto se resuelva esta enfermedad (por la vía de una vacuna o de una cura), no solamente los empresarios quieran volver a tener a sus trabajadores “bajo techo y controlados” sino que estos últimos acepten de mil amores, cansados de confinamiento, de estar en una casa que no siempre es un refugio, o sin poder compartir la vida social del puesto de trabajo presencial.
Ya que hay gente (sobre todo en los pueblos) que suele quejarse mucho con la famosa frase “Aquí el único ser vivo en vías de extinción es el hombre”, podríamos hacer un símil con la reintroducción de especies. A la hora de reintroducir en un territorio especies que en su día se extinguieron, existen protocolos bastante rigurosos, pero que se resumen en algo así como “¿Se han revertido o desaparecido en este lugar los factores que en su día llevaron a la extinción de la especie?”. Porque, si siguen vigentes (caza descontrolada, destrucción del hábitat, etc…) no tiene sentido iniciar un proceso de reintroducción.
De manera análoga, deberíamos ser muy cuidadosos a la hora de establecer los factores que desencadenaron la despoblación brutal del medio rural español, y el primero de todos tiene que ver con la pérdida de centralidad económica, la progresiva desvalorización de las funciones básicas del medio rural (en el sentido apuntado antes) en el marco de la división territorial del trabajo. Y de ahí viene todo lo demás (no hay trabajo, la gente se va, los servicios cierran, la gente se sigue yendo, etc.).
Otro factor, que parece atenuado, pero no desaparecido, es la imagen negativa o directamente inexistente del medio rural entre los milenials o los nativos digitales, fruto de la victoria cutlural de la ciudad sobre el campo. El hecho de que ahora se pueda teletrabajar más fácilmente no implica que esa percepción negativa se haya esfumado de la noche a la mañana.
Asimismo, podemos encontrarnos con que éste sea un fenómeno contenido geográficamente, concentrado en pueblos próximos a las grandes áreas metropolitanas, y que no llegue (o lo haga de manera testimonial) a las zonas más remotas. En suma, que no contribuya a ningún cambio del statu quo actual.
Por ello, creo que, efectivamente, la revalorización del medio rural en el imaginario colectivo y el potencial digital (del trabajo, la sanidad y la educación) abren una ventana de oportunidad muy interesante para recuperar parcialmente nuestros pueblos, pero también creo que es imprescindible ser cautos a la hora de definir las posibilidades en el largo plazo de este proceso concreto que desencadena la pandemia. Y sigue pendiente la construcción de nuevas centralidades económicas: en este sentido, la creación de nuevas empresas de servicios y pequeña industria, vinculadas al mundo digital, una agricultura de precios justos, o el pago por servicios ambientales, son vías por las que avanzar.
Y cierro con un reconocimiento: para todos aquellos (y aquellas) que en su día decidieron quedarse su vida en el pueblo, o marchar desde la ciudad al pueblo, sin esperar a una pandemia ni a ningún otro acontecimiento traumático. A todos los que, de una manera u otra, han abierto el camino.
[1] la “función básica o exportadora” es aquella actividad de la ciudad de la cual ésta extrae dinero desde el “resto del mundo”; es el ingreso de la ciudad que va a ser distribuido dentro de ella dando vida a todo otro conjunto de actividades que no se prestan para vender fuera de la ciudad, sino para atender a las necesidades de su propia población. Estas últimas, por oposición a las primeras, reciben el nombre de “funciones no básicas o locales”