Días atrás, en el transcurso de uno de estos webinars que tanto se llevan en tiempos de quasi-confinamiento, el gerente de un programa de desarrollo rural mostró su preocupación, digamos estratégica, acerca de la necesidad de una nueva generación de emprendedores en la comarca en la que trabajaba.
El núcleo de su preocupación consistía en que, habiendo “hecho los deberes” a lo largo de años (en aquella comarca, casi treinta, desde Leader I), se había conseguido construir un tejido de promotores y de empresas nada desdeñable (y añadiré yo, e impensable hace treinta años), pero que nos encontrábamos ahora ante el reto de la progresiva jubilación o retirada de buena parte de aquella primera generación de promotores…sin que quedase claro que los negocios puestos en marcha fueran a tener una continuidad, incluso en los casos en que dichos negocios son rentables y están consolidados.
Esto obedece a diversos factores (personales, familiares…) pero, entre otras cosas, demuestra que el trabajo realizado en el marco del desarrollo rural tiene una capacidad limitada, a la hora de cambiar la percepción de las zonas rurales como lugares donde realizar un proyecto de vida. Es normal. Unas pocas subvenciones y una estrategia de comunicación más o menos hábil no son suficientes para contrarrestar el “embrujo de la ciudad” y la visión urbana de nuestras vidas, que es lo que nos llega a través de todos los canales, y aún más amplificado hoy en día a través de las redes sociales. Son estos mecanismos de construcción social los que siguen promoviendo el éxodo rural, incluso en circunstancias en las que podría no haber una diferencia sustancial, en términos de calidad de vida o de empleo, entre la oferta del pueblo y la oferta de la ciudad. Son esos mecanismos que siguen vigentes, y que hacen que los/las jóvenes con carrera que vuelven al pueblo tras haber estudiado, sean observadas como bichos raros por sus propios convecinos. Esos mecanismos que parecen valorar más trabajar de reponedor en un supermercado de la ciudad que de peón en una granja o en una explotación forestal.
De todas formas, ese embrujo ya existía hace veinte o veinticinco años, cuando se vivió una cierta “eclosión” de proyectos de emprendimiento. Por ello, me da que, entre las razones, hay que buscar también la, a mi juicio, negativa evolución de los programas de desarrollo rural.
A finales de los años 90, hubo una generación de técnicos y agentes de desarrollo local y rural, muchas de ellas mujeres, que dedicaron muchas horas a buscar y crear proyectos de todo tipo. Mucha carretera de tercera, mucho café, muchas reuniones a horas intempestivas (pero que eran las adecuadas para poderse reunir con gente “emprendedora” pero que además trabajaban el resto del día)…en suma, una especie de “apostolado”, que iba mucho más allá de un horario de trabajo normal, que exigía la residencia en el propio territorio, y que creaba un vínculo de confianza en el seno del territorio, entre promotores y agentes de desarrollo.
Este modelo termina cuando confluyen varias cosas: por un lado, un claro ejercicio de cooptación política y administrativa por parte de las estructuras de poder establecidas, para mantener estos procesos de “desarrollo” bajo su control, lo que lleva a una mayor complicación de los expedientes, y a sacar las capacidades de decisión fuera de las zonas rurales, de modo que los centros de desarrollo rural se convierten en meras ventanillas donde se reciben expedientes, cuyo destino se decidirá en la capital. Por tanto, ahí se rompe el vínculo de confianza que tanto había costado tejer.
Este proceso de cooptación se suma, paradójicamente, a la eclosión de estructuras de apoyo al emprendimiento: hay más gente apoyando al emprendedor, que emprendedores; cada estructura política o económica quiere tener también su propia estructura de apoyo (agentes de desarrollo local, “hombres de la carpeta”, técnicos…), y el resultado es una confusión ante la cual, el/la potencial emprendedor/a se atasca y no sabe por dónde tirar.
Por otro lado, no es fácil ejercer el “apostolado” de forma permanente. Se llega a una edad, los kilómetros y las trasnochadas empiezan a pesar, empiezan a surgir otras prioridades (familia, hijos), y de este modo se deriva hacia una posición más acomodaticia, que busca más la cabecera de comarca o la capital, un horario más “funcionarial”, y un trabajo más protocolizado. Por tanto, ya no es fácil (nunca lo fue) crear los vínculos necesarios para madurar y hacer que madure un proyecto empresarial en un territorio rural con graves dificultades estructurales.
En cuarto lugar, me da la sensación de que, con el tiempo, no solo no se han derribado barreras (administrativas, sociales, económicas…) al emprendimiento, sino que incluso han aumentado, como lo demuestra el hecho de que la legislación (agroalimentaria, ambiental,sanitaria, etc…) sea cada vez más compleja y difícil de cumplir, especialmente para pequeños proyectos.
En esta misma línea, y en el marco de la post-crisis financiera de 2008 y la creciente reestructuración y concentración bancaria, las decisiones privadas de concesión de créditos o préstamos también se toman fuera de los territorios: ya no existe aquel director de banco o caja en el pueblo, con capacidad para tomar decisiones acerca de la financiación de un proyecto, basadas muchas veces en la confianza y el conocimiento personales; ahora todo se deriva a la capital, donde analistas de riesgos alejados de la realidad más local toman las decisiones delante de hojas de Excel.
Expuesto todo lo anterior, ¿existe alguna posible vía de solución, para poder construir esa nueva y necesaria generación de emprendedores? Alguna línea podemos apuntar…
Obviamente, todas las barreras expuestas anteriormente deberían ser removidas, tarea fácil de enunciar, pero titánica y muy compleja de realizar: devolver la autonomía a los Grupos de acción local, profesionalizar (y pagar adecuadamente) a los agentes de desarrollo local, promoviendo su formación continua y favoreciendo el acceso a la actividad; acercar al territorio las oficinas y las decisiones de los bancos….
Pero, además, habrá que echar mano de las estructuras de socialización ya existentes: las comunidades de regantes, las pequeñas cooperativas, las cofradías, las asociaciones culturales, las sociedades de cazadores, las agrupaciones de defensa sanitaria, las juntas de gestión de montes o comunales…constituyen los núcleos a partir de los cuales se podrían multiplicar actividades potencialmente emprendedoras, siempre y cuando dichas entidades sepan trascender su papel original y adoptar un enfoque proactivo para el desarrollo de sus localidades.
Y también habrá que echar mano de las estructuras de socialización no formales, donde participa también gente con residencia en la ciudad pero que mantiene lazos con el pueblo: ya he escrito sobre esta cuestión en otras ocasiones, y es que los problemas y las necesidades de los pueblos pequeños son tan grandes, que pensar que pueden solucionarse solamente recurriendo a las personas y capacidades locales es irreal. Y esas estructuras no formales constituyen un recurso poco aprovechado.
En suma, una tarea compleja, difícil, apasionante, y cuyo alcance está mucho más allá del hecho de tener en caja “fondos” para subvencionar tal o cual proyecto. Ahí está el reto.