Cada vez más, la creación de lazos y redes entre lo rural y lo urbano se perfila como uno de los grandes retos de las políticas de cohesión, como una forma de superar dicotomías que van siendo superadas, sobre todo, por los avances que propician las tecnologías de la información. Hace cien años, la población se distribuía por el territorio siguiendo, en buena medida, la estructura de lugares centrales teorizada por Christaller y sus seguidores (no puedo evitar acordarme de esta teoría, y cuánto se nos insistía con la misma en mis estudios universitarios de Geografía…). De esta forma, los asentamientos se jerarquizaban en forma de capitales, cabeceras de comarca, subcabeceras, pueblos, pueblecitos, aldeas, alquerías, masías…toda una panoplia de modalidades, cuyo objeto final residía en la proximidad física inmediata al lugar de trabajo: en el caso de las sociedades agrarias, la proximidad al campo y al ganado. Las dificultades del transporte (caminos, veredas, sendas…) y otros riesgos (robos, lobos, etc…) estaban también en la base de este modelo (modelo que, por otra parte, estaba basado en toda una serie de condicionantes isotrópicos que difícilmente se daban en la realidad).
El éxodo rural vivido en toda Europa, y en algunas regiones de España con particular virulencia, supone el paso de una economía agraria a otra industrial y de servicios, con la consiguiente concentración de la población en ciudades y polos de desarrollo, y el desmantelamiento del sistema de asentamientos vinculado a aquella economía agraria. A pesar de todo ello, el mantenimiento o las referencias a este modelo poblacional siguen alimentando en buena medida, tanto las decisiones políticas de planificación regional, como el imaginario colectivo y sus referencias a unas supuestas “aldeas felices” (¿y la necesidad de mantenerlas…?).
No obstante, el siglo XXI está también difuminando estas categorías consolidadas durante el siglo anterior, al facilitar la interacción a través de las TIC. De este modo, se puede vivir en un pueblo o en la ciudad, comprar y vender sin moverse del lugar, tener redes de amigos a través de Whatsap o de Facebook, estar al tanto de las noticias del mundo, ofrecer la casa de turismo rural o gestionar pedidos de carne ecológica…Todo ello construye una “isotropía” de origen digital, pero que es más real, en cierto sentido, que la “isotropía” que preconizaba la teoría de los lugares centrales de Christaller, ya que los territorios de montaña, por ejemplo, respondían bastante peor al modelo teórico, que las llanuras alemanas que habían inspirado dicho modelo.
Eso no significa, ni mucho menos, que no sea necesaria la comunicación “directa”, que no haya necesidad de transportar físicamente personas y bienes, ni que toda relación humana pueda ser realizada a distancia, o todo aislamiento resuelto con Skype. Pero es evidente que, igual que vivimos en sociedades “líquidas” donde las categorías determinantes de nuestro pensamiento se diluyen, también la categorización rural-urbano se diluye.
Sin embargo, sí cabe plantearse una cuestión de distancia y de escala: para los pueblos o aldeas relativamente próximos a una ciudad, la relación con la misma puede funcionar bien: residencia, productos agroalimentarios, turismo/medio ambiente…Conforme nos alejamos de los centros urbanos y disminuye el número de habitantes, las relaciones rural-urbano se debilitan, y no es nada fácil, a pesar de las TIC, construir o re-construir dichas relaciones. Un centro de interpretación o un cultivo de manzanas ecológicas a 50 kilómetros de una ciudad puede tener su público urbano; a 100 kilómetros, tendrán menos, y si están a 200 kilómetros de una ciudad de cierta envergadura, es muy difícil mantener esas redes: se buscarán manzanas u ocio más cercanos…a no ser que se compita a través de la diferenciación o de la excelencia: que las manzanas sean de tal calidad, o el centro de interpretación tan apabullante, la experiencia tan fantástica, en definitiva, que permita superar la barrera física y mental de la distancia.
Lo mismo vale para otros modelos colaborativos como la custodia del territorio: para una entidad de custodia “típicamente urbana”, la proximidad a la ciudad provee de voluntarios, o de público para las iniciativas de valorización del medio natural; en la medida en que tanto el público objetivo como la demanda se encuentran más alejados, se dificulta la puesta en marcha de este tipo de iniciativas.
A pesar de ello, y de nuevo gracias a las TIC, encontramos modelos muy sugerentes. Es el caso del proyecto “Apadrina un olivo”. Este proyecto nació de la inquietud de varios jóvenes urbanos, dedicados profesionalmente a las telecomunicaciones, ingeniería e informática, pero con raíces en la pequeña localidad de Oliete, en la provincia de Teruel: lejos de Zaragoza y más lejos aún de cualquier otra ciudad, un pueblo sin los atractivos que asociamos al concepto romántico del paisaje (bosques, montañas, cascadas…) y por tanto sin una fácil explotación turística. Estos jóvenes han conocido el abandono del medio rural, porque lo protagonizaron sus padres y abuelos, y han querido contribuir a recuperar algo de su historia: el olivar centenario de Oliete, un paisaje agrario cultural que se pierde, ante el abandono y la falta de rentabilidad según los parámetros convencionales.
¿Qué han hecho? Apadrinar olivos mediante recaudaciones on-line; facilitar con ello la renovación del olivar y su puesta en producción, implicando además a personas con otras capacidades. Ahora, lanzan el aceite “Mi olivo”, un paso más hacia la revitalización de esta zona, salvando las distancias a través de la Red, o, como ellos mismos dicen “utilizando las TIC para conectar emocionalmente con nuestras madrinas y padrinos que son el motor de la recuperación”.
La tarea no es fácil, la iniciativa no pretende arreglarlo todo, seguramente -como todo- no esté exenta de contradicciones y no vaya a revertir las tendencias globales, pero es un ejemplo de nuevas e interesantes fórmulas de colaboración rural-urbano y es también un ejemplo de aquello que escribió Galeano, “actuar sobre la realidad y cambiarla aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable”.